jueves, 5 de junio de 2008

Dialéctica












La Historia tiene sus propios correctores. Tiene sus errores, sus faltas de congruencia, sus pequeños desencuentros consigo misma, pero cada tanto aparece algo o nace alguien para enmendar.

Yo, tal vez, hoy, después de quinientos años, haya venido al mundo para intervenir por las masacres de la colonización o para impedir la conflagración de la Roma de Nerón. Lo más probable es que haya venido a hacer las veces de antítesis: estoy aquí para ser superado, barrido del camino para arribar a resoluciones. Quizás jamás logré revelarle a Napoleón cuales fueron sus fallas en Waterloo, pero estoy seguro de poder abstenerme de morir en sus filas o en las rivales, o de ser él mismo.

Hemos venido a reparar las estupideces del pasado. Las viejas torpezas, las viejas e insoportables torpezas, deben ser sustituidas por nuevas y mejores. El presente es tan egoísta y arrogante que podría proclamar sus propios errores y sus mayores atrocidades como la solución, la reparación, la denuncia o la superación de los viejos; la verdad es que no son nada menos que la síntesis de estos.

Muertes rockeras o la dignidad de algunos órganos














“Al parecer, el infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre si como la desesperación, la cuasi desesperación y la seguridad de la salvación.”

Martin Lutero –Las 95 tesis.

Unos metros antes de llegar a la puerta ya puedo percibir una de las canciones de Dave Matthews que he dejado sonando durante mi ausencia. En la esquina abandoné un taxi, después de un metódico vistazo antes de cerrar la portezuela, por la dudas se me esté olvidando algo. Pienso, mientras entro a mi casa y escucho “Two step” en la computadora, que ese fue otro acto de prudencia en el que me sorprendí en poco tiempo. Lo pienso mientras meto la llave con inusitada habilidad en la cerradura. “Hace un par de días que no hace una gran diferencia ser o no ser torpe”, pienso, “días en que mi torpeza ya no significa una pérdida o una ganancia para mi”.

Resolví, con algo que no fue justamente la practicidad que me han estado demandando desde hace mucho tiempo, un día espantoso. Resolví algo supuestamente tan importante en términos prácticos como mi sobrevivencia sin colocar ni por un segundo los pies sobre la tierra. Pasé un mal día, sólo uno más de la serie de días que empezó hace poco y que seguirá hasta que tener estos dolores y tristezas ya no signifiquen un “mal día”. Cuando desperté me di cuenta de que mi cuerpo me advertía de que había lanzado su plan de acostumbrarse a la alteración nerviosa, pero sin advertirme que me haría pagar ese plan con indefinidos malestares.

Escucho otra canción, “Crash in to me”, y recuerdo con poca satisfacción los instantes de la tarde en los que en una repugnante y violenta explosión de regurgitaciones con las que reaccionó mi ardiente abdomen, mis vías respiratorias quedaron obstruidas por pestilentes materias que residían en mis entrañas. Sólo una cosa me inquieta: que no me haya perturbado tanto la idea de morir asfixiado como pude vislumbrar en dos oportunidades tanto como la repulsión de de tener mi nariz llena de porquería embebida en jugos digestivos. Tuvo mayor peso la indignación por la intervención de órganos tan poco decorosos en mi posible muerte, que el hecho mismo de que estuve a punto de caer asfixiado. Sospecho que por eso lo resolví con tanto denuedo.

La muerte es un asunto sobrestimado. Le ha dado un matiz tan siniestro la amenaza del fuego eterno y las interminables enfermedades terminales, que son más bien una forma horrenda de vida que de muerte. A mí se me apareció como un déjà vu de lo más vulgar, como una forma más de inoperancia y soledad. Era muy simple: si no me daba cuenta de qué hacer, moría, si me daba cuenta vivía. Hay apenas una serie muy corta de muertes importantes reservadas para grandes hombres, que pueden decir “Mehr licht” antes de expirar o citar a algún autor clásico. La muerte del ebrio dormido ahogado en su propio fluido o del heroinómano que se desintegra poco a poco son grandes muertes cuando son aclamadas. Alguien llega a aplaudirlas, de lo contrario serían sólo silencio de muerte y más silencio. Yo iba a tener una muerte a lo Jimi Hendrix o Layne Staley, pero el mundo no iba a saberlo. Es razonable ¿Cómo podría saber el mundo algo de la muerte de uno si nunca supo nada de la vida?

El problema de Orgon












¿Qué es aquello que distingue al capitalismo? la vida en dos planos ¿no lo dijo Marx? La vida en dos planos, es decir, en uno que pisamos y en otro que no vemos aunque esté frente a nuestra nariz. Pero el capitalismo no es la causa; es, como mucho, esa contingencia que hace falta para que una potencia se desarrolle, el golpe justo en el lugar adecuado. O es una consecuencia ¿de qué? del espíritu disociador, del espíritu que separa entre ficticio y real.
No llamaremos real a lo material, ni ficticio a lo imaginario. Una y otra cosa, como ya sabemos, pueden revestir materialidad.
El mal de nuestro tiempo es una especie de esquizofrenia aguda. Pero no una esquizofrenia de los medios productivos, ni del sujeto respecto del objeto, ni de cada sujeto como individuo. Cada cosa está separada de si misma. Digámoslo del siguiente modo: todo, cada cosa por su lado, sujeto, objeto, sistema social, el todo, la parte, cada cosa por su lado, sufre una división en, por lo menos, dos formas. De este modo, lo que vivenciamos como real no es nuestra experiencia, sino un hecho que no hemos producido pero que se presenta como interior a nosotros. Tener una vivencia no es tener una experiencia. Nuestro mal se llama, para mi, el síndrome de Orgon, el mal del que tiene todo frente a los ojos, pero ve otra cosa, como ese célebre personaje de Moliere.
Con un poco de esfuerzo, podríamos partir de la ampliamente aceptada tesis de la división del trabajo. El crecimiento de esta separaría al griego granjero del griego soldado; al preguntarse uno acerca de lo que sucede al interior del trabajo del otro, se vería en una encrucijada, podría intentar responder de dos maneras: usando la imaginación o creyendo lo que le dicen. El orden entre estas dos formas no es cronológico, sino lógico. El griego granjero, tal vez, se responda a la pregunta sobre en qué consiste la vida del griego soldado imaginándolo a partir de la breve parte de la vida de este a la que tiene acceso, para posteriormente recibir una respuesta más compleja, más completa. El griego granjero estará, entonces, separado de la realidad de la vida de su conciudadano soldado por un discurso.
Ese discurso, al cobrar forma publicitaria, podría decirse que se sintetizó: al mismo tiempo que informa de aquello que no ha visto, le dice a uno cómo debe imaginarlo. Esa es la forma contemporánea del mal de Orgon.
La disociación, la esquizofrenia, la alucinación, el culto a la pérdida, el fetichismo de la inexistencia, la vida inapropiable, sirven para mencionar lo mismo, para hablar del sistema de lo vacío, del relleno del vacío con vacío.

Un contretemps à contretemps (Del amor al descuido, del descuido a la muerte)

Vous avez deux choses à perdre : le vrai et le bien, et deux choses à engager : votre raison et votre volonté, votre connaissance et votre béatitude; et votre nature a deux choses à fuir : l'erreur et la misère. Votre raison n'est pas plus blessée, en choisissant l'un que l'autre, puisqu'il faut nécessairement choisir. Voilà un point vidé.

Blaise Pascal –Pensées.


Mientras daba el primer paseo por mi nuevo barrio, se me ocurrió que, como incontables otras veces, yo podía terminar acuchillado en alguna esquina. Sin embargo, a medida que el paseo progresaba, algo que no era un discernimiento ni una intuición, pero que podía encontrarse a mitad de camino entre ambos, me demostraba que mi destino no es el acuchillamiento, que hay personas con ese destino, pero que hay otras que no; así como hay personas cuyo destino es tener contratiempos, en vez de ataques a la integridad física. Para mejor comprensión dejaremos de llamarlo destino y lo llamaremos el "modelo". Mi modelo es el de alguien que tiene contratiempos. Una amiga mía, en cambio, tiene el de pasar por situaciones violentas. De ese modo, obedeciendo a la lógica de nuestros respectivos modelos, mientras que el cajero del súper se queda con la compra que acabo de pagar y que he olvidado llevar conmigo, a mi amiga el mismo cajero le tira con la compra por la cabeza. A mí, se me desmayan encima ancianos gigantes en el colectivo; a ella, en el mismo viaje, ancianas impertinentes le pegan codazos. A mí me pasan balazos de un tiroteo del conurbano mientras mi única preocupación es llegar a la farmacia antes de que cierre. A ella, la tomarían de rehén y la llevarían a pasear por San Justo o Boulogne. Mi modelo no corresponde a la categoría de muerte violenta sino a la de muerte por descuido. Sería más fácil que perdiera la vida por olvidarme de almorzar o de dormir durante tres meses que alistándome para una guerra de Medio Oriente. Sufriré una muerte ridícula algún día, de la que nadie que me conozca se sorprenderá. Tal vez un día conecte, sin darme cuenta, los cordones de mis zapatos a una toma de corriente. Tal vez un día me trague un tenedor olvidando que no forma parte del bocado que sostiene. Sufriré la misma suerte que las plantas que he tratado de cultivar, del pequeño gatito que quise criar o la del conejo Leinsdorf; del amor al descuido y del descuido a la muerte. Contemplar una planta de albahaca no hace que crezca. La contemplación del objeto de amor conduce a descuidarlo, a retenerlo como imagen preciada, a apartarse de él para no contaminarlo: al descuido. La contemplación de mí mismo me llevará a olvidarme de mí y terminaré seco como mi última planta de albahaca, pero con una hermosa imagen de mi impresa en la mente. Mejor que ser acuchillado en una esquina .

Seaman in a sealess town












“Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según explicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él.”

Louis–Ferdinand Céline –Viaje al fin de la noche


Este es el primer colectivo que tomo después de un largo viaje por latitudes ultramarinas. Me lo he tomado en la primera ciudad que piso luego del viaje; una ciudad como cualquier otra que recuerde, con árboles, calles, coches, suciedad. También es la primera mañana que veo desde que desembarqué, con sol, como creo recordar ilusoriamente que eran todas las mañanas en tierra antes de zarpar.

El colectivo huele a vinagre, un estimulo que hubiera sido agresivo para los sentidos de alguien que no acaba de bajar de un barco infecto. Creo recordar, sin embargo, que es así como huelen las personas en general, un recuerdo confuso.

No tengo a donde ir, eso es también lo primero que me sucede luego del viaje. No tener a donde ir: una sensación para nada chocante, más bien familiar. Lo que me resulta curioso es que la primera ciudad donde pongo los pies al salir del océano sea una ciudad sin océano. Una explicación como esa no es una que le incumba a alguien que ha vagado tanto, tan lejos, por tanto tiempo. No hay nada que sea de la incumbencia de una persona así. Viajo de pie, aferrado con la digna pereza que tiene un marino cuando está en tierra firme, estoy habituado al movimiento de bruscos oleajes.

Viajo de pie aunque la mitad de los asientos estén disponibles. No importa, a alguien podría apetecerle tomar asiento más tarde. No tengo a donde ir, nadie me espera. He vuelto lleno de una insólita amabilidad, es el primer descubrimiento que hago desde que llegué. Parece ser la amabilidad de alguien a quien ya no le interesa la hostilidad. Me sorprende el nivel de urbanidad del que soy capaz después de tanto tiempo sumergido en la rudeza y el salvajismo. Las personas no me inquietan; se parecen mucho en cualquier parte del mundo: tal vez aquí o allá son más pequeñas o más pálidas, gigantescas u oscuras, con más o menos ganas de vivir o de matarse entre sí, todos viven básicamente igual, en ciudades con árboles, calles, coches, suciedad, se visten igual, se persignan ligeramente ante cada iglesia, algunas espantan moscas del sueño, otras avispas asesinas, es lo mismo, todas huelen a vinagre.

Siento un dedo en mi hombro, el primer dedo sobre mi hombro. Es un dedo, aun puedo reconocer un dedo. Es como una descarga eléctrica. Vuelvo a sentirlo, se me eriza la piel de recelo. No tengo a donde ir, nadie me espera. El dedo insiste, pero no puede ser nadie, nunca estuve antes en esta ciudad, acabo de bajar de un barco en una ciudad sin mar, sin puerto, el dedo no puede ser de nadie, pero insiste. Se me cruza una idea práctica que aprendí en el océano: decir “señor, no vuelva a tocarme porque voy a golpearlo”. No recuerdo si es lo que acostumbraba decirse antes de embarcarme, pero tampoco recuerdo lo que es ser tocado, llamado por alguien. El dedo me vuelve a tocar, como por descuido, y desaparece. Pero ese último contacto fue distinto, dolió, sentí cómo toda la pesada materia de mi persona se hacía presente, después de mucho tiempo de ausencia. El cuerpo, con toda la brutalidad de mi anatomía, me resultó tan pesado que casi no pude sostenerme en pie. Busque al dueño del dedo, para darle su merecido, tal como había aprendido, convencido de que eso no contradecía la civilidad y la cortesía que había logrado conservar a mi regreso, pero apenas pude mover mis miembros. Un anciano que olía a penetrante vinagre debe haberme creído enfermo, porque me cedió su asiento, en el que caí a pesar de mi voluntad de resistirme. El marchito hombre me tomó del brazo y me sentó como si yo no gozara del vigor de un verdadero marino. Sentí otra descarga eléctrica, más violenta. Quise decirle “señor, voy a golpearlo”, pero mi lengua no me obedeció. Simplemente le eché una mirada de aprensión y temor, que el resto del pasaje pareció haber interpretado como de ternura, porque empezó a aproximarse conmovido. Me hablaban suavemente en un raro dialecto, daban pequeños tirones de afecto a mi cabello que dolían sanguinariamente, se miraban risueños entre sí. Experimenté un vértigo intenso, una incontenible necesidad de volver al océano, como la que sentiría cualquier persona desacostumbrada a las olas por volver a la costa. Nadie me espera, no tengo a donde ir, desembarqué en una ciudad sin mar.

Scraps of delirium (Myth, disease or fable)


Agnus Dei, qui tollis peccata mundis, dona eis requiem sempiternam.
Lux aeterna, luceat eis, Domine, cum sanctis tuis in aeternum, quia pius es."

Requiem k 626. Mozart

Duermo; es un sueño normal, más bien uno bastante frágil. En pocas horas debo despertar para proteger a Viena del asedio otomano. Soy un soldado, uno hecho para morir y, en el mejor de los casos, para matar, pero sólo a los otomanos. Eso me han ordenado: “amparad la ciudad del desorden osmanlí, no flaqueéis ante el potente cañón ni ante la afilada cimitarra, de vos, oh, soldado, dependen los gratos cuartetos de cuerdas y las sonatas, caros a los mortales venideros”. Debo eliminar otomanos, me ha quedado claro. En pocas horas habré despertado para ocupar mi puesto.
Tengo problemas para conciliar el sueño a pesar de que me acuesto muy temprano por la mañana. Pienso, pienso antes de que finalmente la vigilia se rinda y lo hago a mitad del colapso que simula ser el sueño. No recuerdo cuando desperté, pero me resulta penoso volver a dormir. Pronto amanecerá y ocuparé mi lugar en la frontera, donde la ralea mongol amenaza asaltar y destruir la erudición de milenios de mi ilustradísimo pueblo.
Descubro que estoy enfermo, por casualidad, de muy poca gravedad; pero mis miembros me pesan desacostumbradamente y el entendimiento se me nubla. En sueños, alguien, probablemente un huno o un eslavo, cualquier bárbaro devenido en amigo, con un disfraz de pastos, me da incongruentes pero persuasivos consejos. “Pasad a mi lado una semana, me dice, y jamás os volverán a reconocer”. Al verme, me reconozco ataviado con un enorme tricornio de paja y una sotana bizantina. “¡Quedaos!, insiste el hombre de pastos, “¡quedaos y aprenderéis, conmigo, a escapar! ¡A jamás ser alcanzado!”.
Pero al mirar sobre mis hombros, vislumbro a mis espaldas un amanecer de extraño color, que resplandece tras las tropas crueles que he dejado pasar y mellan el suelo de mi descuidada patria. Sones elásticos las acompañan mientras un coro de graznidos anuncia el reinado inesperado. Desmayo; el hombre de pastos se mezcla con la planicie; duermo una vez más; veo todo con la claridad de una profecía.
Una vez caminaba por la calle y un cometa pasó no muy lejos, detrás de la cúpula de la catedral romántico-bizantina con minaretes que hay en mi ciudad. Creo que fui el único en verlo, o el único en creer que fue un cometa y no un juego pirotécnico. Los sonidos imprecisos de unos tamboriles jenízaros, un kamanché y un saz tratando de ejecutar un divertimento mozartiano me hicieron trastabillar, confundido, y mientras buscaba con tristeza un Danubio desecado tuve un único pensamiento claro: que aun juzgando que se tratara de un asteroide a punto de estrellarse sobre algún lugar de la ciudad, lo peor ya había ocurrido. El saz hizo un rubato y me desmayé. No tardaré en ser vituperado por alguno de mis tantos y tan poco amables vecinos; trataré de despertar antes de que me encuentren aquí tirado, pero antes de ocuparme de mi defensa, tal vez sueñe con que no los dejo cruzar mi recordado Danubio.

Finale presto (el prelude de una fugue)


"Érase una vez un tronco de leña."


Carlo Collodi

-Las aventuras de Pinoccio.

He encontrado, una vez más, a mi madre tejiendo: un verdadero consuelo. De vez en cuando, no viene mal probar que algunas cosas no se han fugado de la esfera conocida. Una tarde, después de mucho tiempo, me hundí en un profundo sueño mientras leía La Eneída. Reducido apenas a una exhalación, soñé impunemente; soñé que yo era Eneas, soñé con mi difunto abuelo, quién era como Eneas. Durante muchas noches soñé con mi trismegisto abuelo y con un formidable violoncello que yo ejecutaba con destreza inédita, una y otra vez, una noche tras otra.

Ahora tengo remordimientos, ese consecuente temblor que explica que uno
sigue arraigado a los objetos mundanos: sin duda, uno de mis temblores preferidos.

Mi abuela barre las hojas del otoño, otro respiro.

Una ligustrina gigante espera ser podada en una lejana región de mi infancia: algún bromista afirmaría que espera demasiado tratándose de una planta, pero a mí, que me tomo las cosas en serio, me complace que espere. Rejuvenecí al trasquilar una ancestral barba que había invadido mi semblante como una madreselva intrincada y se había apoderado de toda mi faz, simple y desnuda, dándome la falsa traza de un vikingo solemne.

Soñé, también, con un homicida que me instaba alegremente a que
descuartizáramos y enterráramos un cadáver de su propia autoría. Al despertar
medité largo tiempo en cierto probado arte de despedazar personas, cierta
ciencia de arúspices, para que sigan hablando una vez muertos: el arte de
dejar difuntos insepultos.

No puedo imaginar ninguna clase de futuro; soy, por esa razón, muy dichoso. Aunque, como es costumbre, puede deberse todo a algún hecho trivial, como las visitas a horrendas metrópolis, lugares verdaderamente infectos en el mundo, donde crecen alimañas del tamaño de palacios góticos y los árboles envejecen en las veredas, mientras multitudes florecen en escabrosos alcázares. Acaso fue ese movimiento indolente lo que me ha destruido el espíritu tan minuciosamente, tan perfectamente. En otros sueños, caigo de un muro, la indecente muralla del siniestro arrabal: en los sueños y en los recuerdos de la niñez soy propenso a tales caídas.

Espero lluvias. Espero augures. Las aves acuáticas vuelan cada mañana hacia sus lagunas.

Recupero, con arduo trabajo, el sentido de la fábula; una sensación reconfortante, un alivio.

Por un momento, se me ocurre una idea repulsiva, que advierto con fortuna que será la última: que haya una estirpe que haga hablar a los muertos, que use artilugios innobles para revolverles las entrañas cuando uno quisieran irse al infierno, o al Valhala, o a donde dicte la Fe. Tal vez por eso, las únicas almas que aun nos rondan son las que, habiendo sido aquí cubiertas de ignominia, no fueron admitidas en el otro mundo.

Las aves vuelven de las lagunas.