jueves, 5 de junio de 2008

Lost seafarer (One lost Vergilius)


“Apresuraos en hacer el bien; refrenad vuestra mente hacia el mal, ya que quienquiera que es lento en hacer el bien, se recrea en el mal.”

Dhammapada


Medito mientras navego por un sombrío piélago. “Me siento iluminado”, me digo, “curado de las cinco dolorosas heridas”. La inmensidad no me abisma, haberme perdido en ella fue hallar la verdadera senda. Ya no hay tormentos en el mar brumoso, no hay dolor, no siento hambre ni frío en estos crueles abismos. El sufrimiento es un gran gasto de la energía que le mendigamos al universo.

"Hasta cuándo me lamentaré, hasta cuándo lloraré por la sangre que he derramado, por la que he hecho derramar”, gemía un desventurado que recogí, herido, en las borrascas de la insana curiosidad. Maltrecho el espíritu, yacía sobre las tablas de cubierta.

No hay misterio, no hay terror que me hostigue en este mar, aunque Caribdis
me lleve en su torbellino furioso; sólo miro con mis pupilas palpitantes a lo alto, a la boca del cuenco en el que navegamos. El terror es del curioso que transporto en mi barca. El hombre insensato gime y a la lividez de su rostro le respondo con estas palabras: “el Cielo me ha hecho prudente y compasivo. Todo lo que podemos hacer mientras nos importen las cosas del mundo es lamentarnos todo lo que podamos, de lo derramado, lo por derramar, lo que estamos derramando, es mejor entender que casi todo es lamentable"

Tribus populosas se amontonaban en las costas, en los puertos prohibidos, ignotos ganados de pastores monstruosos y aves de ardiente aleteo, heredado del temible Garuda. Mi incauto pasajero se endereza y pueblos malvados siguen llegando a las riberas de nuestro precipicio marino. El imprudente recupera sus hálitos idos, se yergue sobre sus maltratados miembros. No le alcanza con contemplar. Y llegan hordas belicosas, sordos profetas de tierra adentro, hadas desconsoladas, fabulosas bestias y extraños lugareños que salen de los bosques perfumados.

”Entremos en el puerto”, me insta ansioso, el incauto. “El puerto nos está prohibido”, le respondo desde el timón,“la Tierra no nos es dada”.

“Desembarquemos”, insiste. “Abandonad la borda”, yo le digo, “el liso mar y el abismo infinito son nuestro hogar”. No terminaba de hablar cuando el infortunado se arrojaba a las aguas, exclamando: “Recíbeme, oh , puerto sin nombre, grey monstruosa de la Tierra”. Así fue a la compañía de sabios peces, en el frío lecho de lo profundo.

“Ay del entusiasta”, lloré, “ay del héroe que habiendo rescatado a
desdichada víctima, la pierde en los oscuros litorales del error”. Y alejé
mi nave hacia el horizonte de nubes, hacía la negra pradera, ya sonriente el
espíritu.

Soy como una plegaria, como un soplo; estoy, así, en casi todas partes ¡lástima mi cuerpo! que es mi principal estorbo ¡y mi barca! Pero algún día los abandonaré, los dejaré en plena intemperie, como pasto de vejaciones y ultrajes, y volaré de ellos, pero no hasta no saber dónde.

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