jueves, 5 de junio de 2008

Muertes rockeras o la dignidad de algunos órganos














“Al parecer, el infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre si como la desesperación, la cuasi desesperación y la seguridad de la salvación.”

Martin Lutero –Las 95 tesis.

Unos metros antes de llegar a la puerta ya puedo percibir una de las canciones de Dave Matthews que he dejado sonando durante mi ausencia. En la esquina abandoné un taxi, después de un metódico vistazo antes de cerrar la portezuela, por la dudas se me esté olvidando algo. Pienso, mientras entro a mi casa y escucho “Two step” en la computadora, que ese fue otro acto de prudencia en el que me sorprendí en poco tiempo. Lo pienso mientras meto la llave con inusitada habilidad en la cerradura. “Hace un par de días que no hace una gran diferencia ser o no ser torpe”, pienso, “días en que mi torpeza ya no significa una pérdida o una ganancia para mi”.

Resolví, con algo que no fue justamente la practicidad que me han estado demandando desde hace mucho tiempo, un día espantoso. Resolví algo supuestamente tan importante en términos prácticos como mi sobrevivencia sin colocar ni por un segundo los pies sobre la tierra. Pasé un mal día, sólo uno más de la serie de días que empezó hace poco y que seguirá hasta que tener estos dolores y tristezas ya no signifiquen un “mal día”. Cuando desperté me di cuenta de que mi cuerpo me advertía de que había lanzado su plan de acostumbrarse a la alteración nerviosa, pero sin advertirme que me haría pagar ese plan con indefinidos malestares.

Escucho otra canción, “Crash in to me”, y recuerdo con poca satisfacción los instantes de la tarde en los que en una repugnante y violenta explosión de regurgitaciones con las que reaccionó mi ardiente abdomen, mis vías respiratorias quedaron obstruidas por pestilentes materias que residían en mis entrañas. Sólo una cosa me inquieta: que no me haya perturbado tanto la idea de morir asfixiado como pude vislumbrar en dos oportunidades tanto como la repulsión de de tener mi nariz llena de porquería embebida en jugos digestivos. Tuvo mayor peso la indignación por la intervención de órganos tan poco decorosos en mi posible muerte, que el hecho mismo de que estuve a punto de caer asfixiado. Sospecho que por eso lo resolví con tanto denuedo.

La muerte es un asunto sobrestimado. Le ha dado un matiz tan siniestro la amenaza del fuego eterno y las interminables enfermedades terminales, que son más bien una forma horrenda de vida que de muerte. A mí se me apareció como un déjà vu de lo más vulgar, como una forma más de inoperancia y soledad. Era muy simple: si no me daba cuenta de qué hacer, moría, si me daba cuenta vivía. Hay apenas una serie muy corta de muertes importantes reservadas para grandes hombres, que pueden decir “Mehr licht” antes de expirar o citar a algún autor clásico. La muerte del ebrio dormido ahogado en su propio fluido o del heroinómano que se desintegra poco a poco son grandes muertes cuando son aclamadas. Alguien llega a aplaudirlas, de lo contrario serían sólo silencio de muerte y más silencio. Yo iba a tener una muerte a lo Jimi Hendrix o Layne Staley, pero el mundo no iba a saberlo. Es razonable ¿Cómo podría saber el mundo algo de la muerte de uno si nunca supo nada de la vida?

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