jueves, 5 de junio de 2008

Finale presto (el prelude de una fugue)


"Érase una vez un tronco de leña."


Carlo Collodi

-Las aventuras de Pinoccio.

He encontrado, una vez más, a mi madre tejiendo: un verdadero consuelo. De vez en cuando, no viene mal probar que algunas cosas no se han fugado de la esfera conocida. Una tarde, después de mucho tiempo, me hundí en un profundo sueño mientras leía La Eneída. Reducido apenas a una exhalación, soñé impunemente; soñé que yo era Eneas, soñé con mi difunto abuelo, quién era como Eneas. Durante muchas noches soñé con mi trismegisto abuelo y con un formidable violoncello que yo ejecutaba con destreza inédita, una y otra vez, una noche tras otra.

Ahora tengo remordimientos, ese consecuente temblor que explica que uno
sigue arraigado a los objetos mundanos: sin duda, uno de mis temblores preferidos.

Mi abuela barre las hojas del otoño, otro respiro.

Una ligustrina gigante espera ser podada en una lejana región de mi infancia: algún bromista afirmaría que espera demasiado tratándose de una planta, pero a mí, que me tomo las cosas en serio, me complace que espere. Rejuvenecí al trasquilar una ancestral barba que había invadido mi semblante como una madreselva intrincada y se había apoderado de toda mi faz, simple y desnuda, dándome la falsa traza de un vikingo solemne.

Soñé, también, con un homicida que me instaba alegremente a que
descuartizáramos y enterráramos un cadáver de su propia autoría. Al despertar
medité largo tiempo en cierto probado arte de despedazar personas, cierta
ciencia de arúspices, para que sigan hablando una vez muertos: el arte de
dejar difuntos insepultos.

No puedo imaginar ninguna clase de futuro; soy, por esa razón, muy dichoso. Aunque, como es costumbre, puede deberse todo a algún hecho trivial, como las visitas a horrendas metrópolis, lugares verdaderamente infectos en el mundo, donde crecen alimañas del tamaño de palacios góticos y los árboles envejecen en las veredas, mientras multitudes florecen en escabrosos alcázares. Acaso fue ese movimiento indolente lo que me ha destruido el espíritu tan minuciosamente, tan perfectamente. En otros sueños, caigo de un muro, la indecente muralla del siniestro arrabal: en los sueños y en los recuerdos de la niñez soy propenso a tales caídas.

Espero lluvias. Espero augures. Las aves acuáticas vuelan cada mañana hacia sus lagunas.

Recupero, con arduo trabajo, el sentido de la fábula; una sensación reconfortante, un alivio.

Por un momento, se me ocurre una idea repulsiva, que advierto con fortuna que será la última: que haya una estirpe que haga hablar a los muertos, que use artilugios innobles para revolverles las entrañas cuando uno quisieran irse al infierno, o al Valhala, o a donde dicte la Fe. Tal vez por eso, las únicas almas que aun nos rondan son las que, habiendo sido aquí cubiertas de ignominia, no fueron admitidas en el otro mundo.

Las aves vuelven de las lagunas.

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