jueves, 5 de junio de 2008

Seaman in a sealess town












“Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según explicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo mejor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de él. Loco o no, con miedo o sin él.”

Louis–Ferdinand Céline –Viaje al fin de la noche


Este es el primer colectivo que tomo después de un largo viaje por latitudes ultramarinas. Me lo he tomado en la primera ciudad que piso luego del viaje; una ciudad como cualquier otra que recuerde, con árboles, calles, coches, suciedad. También es la primera mañana que veo desde que desembarqué, con sol, como creo recordar ilusoriamente que eran todas las mañanas en tierra antes de zarpar.

El colectivo huele a vinagre, un estimulo que hubiera sido agresivo para los sentidos de alguien que no acaba de bajar de un barco infecto. Creo recordar, sin embargo, que es así como huelen las personas en general, un recuerdo confuso.

No tengo a donde ir, eso es también lo primero que me sucede luego del viaje. No tener a donde ir: una sensación para nada chocante, más bien familiar. Lo que me resulta curioso es que la primera ciudad donde pongo los pies al salir del océano sea una ciudad sin océano. Una explicación como esa no es una que le incumba a alguien que ha vagado tanto, tan lejos, por tanto tiempo. No hay nada que sea de la incumbencia de una persona así. Viajo de pie, aferrado con la digna pereza que tiene un marino cuando está en tierra firme, estoy habituado al movimiento de bruscos oleajes.

Viajo de pie aunque la mitad de los asientos estén disponibles. No importa, a alguien podría apetecerle tomar asiento más tarde. No tengo a donde ir, nadie me espera. He vuelto lleno de una insólita amabilidad, es el primer descubrimiento que hago desde que llegué. Parece ser la amabilidad de alguien a quien ya no le interesa la hostilidad. Me sorprende el nivel de urbanidad del que soy capaz después de tanto tiempo sumergido en la rudeza y el salvajismo. Las personas no me inquietan; se parecen mucho en cualquier parte del mundo: tal vez aquí o allá son más pequeñas o más pálidas, gigantescas u oscuras, con más o menos ganas de vivir o de matarse entre sí, todos viven básicamente igual, en ciudades con árboles, calles, coches, suciedad, se visten igual, se persignan ligeramente ante cada iglesia, algunas espantan moscas del sueño, otras avispas asesinas, es lo mismo, todas huelen a vinagre.

Siento un dedo en mi hombro, el primer dedo sobre mi hombro. Es un dedo, aun puedo reconocer un dedo. Es como una descarga eléctrica. Vuelvo a sentirlo, se me eriza la piel de recelo. No tengo a donde ir, nadie me espera. El dedo insiste, pero no puede ser nadie, nunca estuve antes en esta ciudad, acabo de bajar de un barco en una ciudad sin mar, sin puerto, el dedo no puede ser de nadie, pero insiste. Se me cruza una idea práctica que aprendí en el océano: decir “señor, no vuelva a tocarme porque voy a golpearlo”. No recuerdo si es lo que acostumbraba decirse antes de embarcarme, pero tampoco recuerdo lo que es ser tocado, llamado por alguien. El dedo me vuelve a tocar, como por descuido, y desaparece. Pero ese último contacto fue distinto, dolió, sentí cómo toda la pesada materia de mi persona se hacía presente, después de mucho tiempo de ausencia. El cuerpo, con toda la brutalidad de mi anatomía, me resultó tan pesado que casi no pude sostenerme en pie. Busque al dueño del dedo, para darle su merecido, tal como había aprendido, convencido de que eso no contradecía la civilidad y la cortesía que había logrado conservar a mi regreso, pero apenas pude mover mis miembros. Un anciano que olía a penetrante vinagre debe haberme creído enfermo, porque me cedió su asiento, en el que caí a pesar de mi voluntad de resistirme. El marchito hombre me tomó del brazo y me sentó como si yo no gozara del vigor de un verdadero marino. Sentí otra descarga eléctrica, más violenta. Quise decirle “señor, voy a golpearlo”, pero mi lengua no me obedeció. Simplemente le eché una mirada de aprensión y temor, que el resto del pasaje pareció haber interpretado como de ternura, porque empezó a aproximarse conmovido. Me hablaban suavemente en un raro dialecto, daban pequeños tirones de afecto a mi cabello que dolían sanguinariamente, se miraban risueños entre sí. Experimenté un vértigo intenso, una incontenible necesidad de volver al océano, como la que sentiría cualquier persona desacostumbrada a las olas por volver a la costa. Nadie me espera, no tengo a donde ir, desembarqué en una ciudad sin mar.

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